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A veces llueve. Y a veces llueven océanos. A veces los ríos se salen de sus cauces y anegan los campos, los pastizales, inundan los laberintos urbanos arrebatando lo que se le antoja. Ese agua que normalmente crea vida de pronto se embravece y mata. A veces la gente se arremolina en torno a los puentes y contempla absorta como sube el nivel del río sin poder hacer nada, hipnotizada por la violencia de los remolinos alrededor de los pilares, preguntándose si resistirán el embate furioso. A veces la isla de Kampa se convierte en una pequeña Atlántida conteniendo la respiración bajo las aguas. A veces en Karlin las casas se desploman y las calles se hunden y sus habitantes se encuentran en un destierro forzoso durmiendo en colchones sobre el suelo agradecidos de estar vivos y deseando volver a un hogar ya inexistente. A veces los animales están encerrados mientras el agua trepa despacio por las laderas del zoológico y se ahogan sin remedio porque no hubo tiempo o dinero para salvarlos. Y después, a veces, se amontonan los trastos enmohecidos y malolientes en las esquinas de las calles, y el lodo lo cubre todo con un manto de tristeza. Después de irse el agua no queda apenas nada y lo que queda está tan agrisado y mustio que parece que está muerto. A veces se sientan las gentes en las calles con las miradas húmedas y huecas pensando en lo que han perdido, cansadas de luchar contra la suciedad y la podredumbre. Pero a veces entre el fango gris vuelven a florecer las rosas y las islas sumergidas resurgen de nuevo cubiertas de plásticos, bolsas y demás tesoros no biodegradables. En medio de ese pequeño apocalipsis, de la tierra arrasada y la suciedad los árboles desconcertados florecen de nuevo como si se alegraran de haber sobrevivido. Y Praga va despertando de la pesadilla partida en dos y llena de heridas, pensando que la naturaleza a veces es indómita e implacable. |
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