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¿Para qué sirven las antologías? Hay muchos modos de justificar una selección de poemas. Toda selección lleva escondida, en el fondo, la biografía lectora de quien lo diseña, así como su ideología. Si en el bestiario pudiéramos elegir, por ejemplo, (y nos hicieran caso, claro) las lecturas obligatorias para la selectividad, estas serían Mafalda, Las Edades de Lulú y una buena traducción de Poe al español, para aliviar al pobre personal adolescente, al que se insiste en taladrar con actividades tan insufribles como estériles, léase contar sílabas a los versos o memorizar biografías. Acaba de salir otra antología, esta vez de poesía en español, que pretende seleccionar los mejores autores de España y América nacidos entre 1910 y 1959. Se llama Las Ínsulas Extrañas, título sacado de un verso de San Juan de la Cruz, ya utilizado como título por Emilio Westphalen, poeta peruano, en uno de sus libros. Textos de noventa y nueve poetas han sido seleccionados por dos poetas españoles, el desaparecido José Ángel Valente y Andrés Sánchez Robayna, y dos hispanoamericanos, Blanca Varela y Eduardo Milán. Los cuatro se incluyen a sí mismos en la antología. Quieren seguir a Laurel, antología similar editada en 1941 y cuyos textos fueron seleccionados por Emilio Prados, Juan Gil Albert, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz. Según Paz, la intención del libro era mostrar la unidad y la continuidad de la poesía de nuestra lengua más allá de las diferencias nacionales. Eduardo Milán justifica la nueva antología del mismo modo: reunir un conjunto de voces del ámbito hispánico es, para nosotros, una esperanza de unidad. La obra es polémica, claro, y la polémica se agradece siempre porque remueve la calma chicha de ese submundo de envidias y camarillas que es la poesía (entendida como lugar de prestigio social y académico, claro, porque la poesía verdadera es otra cosa). La polémica no es nueva. Enfrenta de nuevo a la poesía de la experiencia con otra más metafísica. Valente era quien cortaba el bacalao en esta antología, y eso se nota en ya el título, extraído de un verso de San Juan: Valente se consideraba continuador del místico, y ciertamente era un erudito sobre ese tema. La parte menos mística de Valente no estaba en la poesía. Dicen que tenía fama de soberbio, y si hay que creer a las malas lenguas, dijo una vez algo así como que en España sólo hay un poeta y medio. El medio andará por ahí, el poeta soy yo. La poesía de la experiencia, pues, lo tiene algo difícil para aparecer tan representada como querría. A Gil de Biedma, por supuesto, no se atreven a tocarlo, pero caen otros como González o los más nuevos, como García Montero. Son esas pequeñas y patéticas guerras de los iniciados. En el bestiario no nos escandalizamos por eso. Nosotros mismos hemos criticado, en este espacio humilde, cierta tendencia actual de la poesía de la experiencia. Lo que sí nos molesta más es lo no dicho, lo compartido por todos, lo que parece que sea irrebatible. Los eruditos, como son tan sabios, creen muchas veces que pueden meternos los goles que quieran, solapados entre tanto dato, tata fecha y tanta locuacidad. Se trata del rollo de la unidad. Las dos antologías que hemos citado se justifican en una supuesta unidad de la poesía escrita en español, como si la poesía o la lengua fuesen fuerzas abstractas totalmente separadas de los elementos vivos de la vida, que son el poder, la política, la ética: la realidad. Y la realidad que ellos quieren hacer desaparecer con la idea de unión es, precisamente, la de la desunión. En realidad, la unidad que se busca es la de los intelectuales civilizados, europeístas, burguesitos protegidos por sus bibliotecas-búnker. Pero cualquiera con ojos en la cara se da cuenta de que hay mucha más unidad entre Auden, T. S. Eliot, Gabriel Ferrater, Giuseppe Ungaretti y Gil de Biedma que entre la mayoría de los poetas de Las Ínsulas Extrañas, por mucho que todos escriban en español. Por ejemplo, ¿qué tienen en común poetas como Nicolás Guillén, Octavio Paz, Francisco Pino y Antonio Colinas? Entre los poetas latinoamericanos, están los que se sienten, como Octavio Paz, hijos de una cultura elitista, europea, no indígena, y también aquellos, como César Vallejo, que hacen de su identidad algo más complejo, y que ven en la coincidencia de la lengua simplemente un hecho irreversible, hijo de una violenta colonización. Y, por lo tanto, lo que vincula a esos poetas con España es una relación desgarrada. Están los que se sienten cómodos con sus ancestros europeos, los que vienen de familias burguesas, cuando no ricas, pero también están los que viven su americanidad desde lugares sociales más conflictivos, más realistas, más ricos pero en otro sentido. Los autores de la otra orilla, por cierto, a veces miran mucho más hacia Francia o Inglaterra que hacia España. El surrealismo francés es lo que hay detrás del primer Vallejo, por ejemplo, y un novelista como Onetti no tiene modelos españoles, sino que quiere ser un Faulkner en español. Lo que este tipo de antologías quiere es unir y, normalmente, los que porfían en unir acaban simplificando. Todo acto de unión es, en realidad, un acto político que selecciona, jerarquiza, y silencia en función de criterios que supuestamente son sólo estéticos, que pretenden existir con independencia de la vida. En realidad, las antologías sirven para establecer cánones, clubes de elegidos, no por los dioses sino por seres de carne y hueso. |
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