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Maika tartamudea desde hace años pero no siempre, pues su estado de ánimo, el interlocutor, el asunto objeto de la charla, o los pensamientos que en cada momento viajan por su cerebro condicionan el mayor o menor bloqueo de su comunicación oral. Este desorden del lenguaje, que la ha mermado a lo largo de la vida, también le ha proporcionado determinadas ventajas en medio de su realidad: en octavo, por ejemplo, aunque por el orden alfabético de los apellidos de las alumnas de su colegio le habría correspondido cambiar del grupo B al A, le permitieron seguir en el B para no obligarla a establecer relaciones con la otra clase, en la que nadie conocía su falta de fluidez al hablar. La sobreprotección, el carácter exigente de los padres, los retrasos en el desarrollo del lenguaje, y un clima de mínimas oportunidades de diálogo en el núcleo familiar pueden desencadenar la tartamudez. A decir de su madre, Maika empezó a tartamudear siendo una cría; tartamudeaba cuando se ponía nerviosa y se ponía nerviosa cuando tartamudeaba. El estudio médico que le hicieron poco después concluyó que ningún obstáculo físico ni de aprendizaje le impedía expresarse con normalidad. La clave estaba y sigue estando en otra parte. A través del psicoanálisis ha detectado, como posible pauta de explicación de su trastorno, el afán por oponer resistencia al sentido de autoridad y al fortísimo carácter de su padre, quien, si quería que su hija hablara, incluso en las situaciones de tensión habituales en las broncas familiares debía intentar mantener un ambiente de tranquilidad propicio para ello. Ahora, a los treinta y seis, tartamudea mucho menos y, sobre todo, su tartamudez no la domina a ella, como hacía antes. En el 79, con trece años, estuvo en Carboneras, Almería, donde asistió a clase en el Centro Internacional del Lenguaje, a algunas de cuyas terapias acudió acompañada por su madre. Al mes siguiente, el inicio del primer curso de bachillerato fue especialmente delicado por los comentarios y actitudes de un grupo de compañeras cada vez que Maika abría la boca. Con catorce, en Física y Química nunca leyó la lección en voz alta, como hacían las demás, por eximirla de esta tarea la profesora. Hasta que la familia se trasladó a Salamanca cuando ella iba a estudiar tercero de BUP, sus padres informaban a los profesores del problema de su hija. Con quince, hablar por teléfono era toda una hazaña; nunca olvidará lo difícil que le resultó llamar a Francisco, el logopeda que la trataba desde hacía tres o cuatro meses, para decirle que no podía asistir a una de sus sesiones porque iba a ir al cine a ver La dama y el vagabundo. A los diecinueve guardó silencio durante dos semanas para, siguiendo el método de un antiguo tartamudo, olvidar su ritmo al vocalizar y adquirir uno nuevo mediante una especie de metrónomo que llevaba en la mano y que marcaba un golpeteo con el que debía hacer coincidir las sílabas que articulaba. En esa época nadie se refería a su tartamudez como tal; su padre decía que se atascaba al hablar y, que ella recuerde, su madre no aludía nunca a la cuestión. Con veintiuno, en cuarto de Filología, provocó lo que llamó la primera revolución, que la ayudó a exponer ante sus compañeros el comentario de una obra literaria gracias a que no lo leyó ni recitó de memoria y evitó, en la medida de lo posible, los sonidos que más peligro suponían en posición inicial (p, b, m, k), al mismo tiempo que hacía un esquema en la pizarra y, así, eludía la postura de inmovilidad frente al atril, consiguiendo, además, transmitir el contenido de su trabajo de forma más atractiva para los oyentes. Y con veintidós vivió varios meses en Libourne, Francia, donde colaboró con los profesores de español de un instituto, coordinó un cine forum, y dirigió la representación de una obra de teatro, cuyo tercer acto protagonizó sustituyendo a una de las alumnas-actrices. Aun a su lado, la tartamudez ya no era un impedimento para comunicarse; después de tanto tiempo, Maika empezaba a dejar de tenerle miedo. Ahora se desenvuelve bien en casi todas las situaciones, pero algunas, como leer en voz alta ante según quién o hablar en público, siguen ocasionándole cierta tartamudez y desasosiego. Quizá por eso no siente como medio natural la palabra hablada, en cuyas aguas le cuesta avanzar, sino la escrita, donde para ella nadar y disfrutar es todo uno. |
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