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Nos asomamos al mundo repetido de los espejos para cerciorarnos de que nuestro doble sigue allí, mirándonos como siempre, aliviado a su vez al comprobar que acudimos a la cita.
Nos hemos acostumbrado a él: nos inspira ternura, tan indefenso sin la coraza con la que se protege para andar por el mundo. Notamos a veces una fugaz veladura en su mirada (le conocemos desde hace tanto que oímos hasta la nota más débil de su escala), provocada, seguramente, por ese difuso miedo al vacío que sentimos todos y que, al parecer, también sufren por allí.
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