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Martín (Federico Luppi): Lo único que te digo es que cuando uno tiene la chance de irse de Argentina la tiene que aprovechar. Es un país donde no se puede ni se debe vivir; te hace mierda. Si te lo tomás en serio, si pensás que podés hacer algo para cambiarlo, te haces mierda. Es un país sin futuro. Es un país saqueado, depredado, y no va a cambiar. Los que se quedan con el botín no van a permitir que cambie. El diálogo que mantienen Federico Luppi y Juan Diego Botto en el filme Martín Hache, de Adolfo Aristaráin, refleja el sentimiento de los argentinos de nuestros días: unos están dispuestos a intervenir en la realidad que tienen entre manos, a otros la esperanza se les escapa de tal modo que prefieren soportar cualquier cosa antes que mover un dedo. En las noticias he escuchado que allí la mitad de la población vive con lo mínimo y que ya hay cinco millones de parados. Hace unas semanas el escritor argentino Daniel Pereyra nos decía que los dirigentes de su país adolecen de falta de coraje político. A estas alturas ni siquiera la llamada clase intelectual argentina ha bajado a la arena de la reivindicación. En Argentina no existe un movimiento de resistencia ancestral. En los años 70 surgieron los piqueteros como respuesta a unos despidos de, entre otras, la empresa petrolífera YPF. Hoy la clase media ha tomado las calles porque el gobierno no le deja disponer de los ahorros que ha ido acumulando durante una vida de trabajo, y las asambleas vecinales encuentran su hueco en medio de la vida ciudadana. Si para que el país salga a flote hay que dejar de pagar los 15.000 millones de dólares anuales de deuda externa e intereses, ¿por qué parece ser más importante saldar la cuenta que potenciar el crecimiento de las empresas locales? Que determinado sistema económico prefiera no enfrentarse a las entidades bancarias internacionales no significa que obedecer, permanecer callados y pagar sea lo mejor ni para los argentinos ni para el resto del mundo. La historia reciente de Argentina no dejaba entrever un futuro distinto al que ahora es presente, pero ello no nos exime de participar en la resolución de algo que no ha hecho más que empezar. No es que alguien que les ha confiado siempre a los demás su propia vida luego no pueda quejarse ni reclamar, porque, dirán, ¡allá tú, haber tomado las riendas de tu propio destino cuando todavía estabas a tiempo! Lo sucedido en Argentina es el vacío en el que uno puede caer cuando continuamente delega su voz en boca de otros. ¿A quién podré exigirle luego responsabilidades si mi negocio, que es mío pero que he dejado en manos ajenas, acaba en la ruina? Estamos rodeados de civilizaciones que consideramos democráticas. En ellas está desapareciendo la participación ciudadana en la vida política, social, económica y cultural; lo que hacemos es entregarle a alguien nuestro voto y dejar que haga con él lo que quiera. Ahora nos toca resucitar una democracia lo más directa posible, adaptarla a las condiciones de la población actual, y ponerla en práctica de modo individual y colectivo. Lo que yo puedo crear, decidir y modificar, ¿por qué han de crearlo, decidirlo y modificarlo otros? Por nada, ni siquiera porque así me resulta más cómodo seguir viviendo. |
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