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Las primeras sombras que descubrieron los hombres del Paleolítico en la caverna que luego utilizó Platón para uno de sus pasajes más recurrentes en estos tiempos de espectáculo son las mismas sombras que ahora revela el sol en cada paseo por la playa. La diferencia entre todos estos milenios es escasa, nula. Cualquier visita a las cuevas pintadas por los hombres de la Edad de Piedra descubre un trasfondo psicológico superior con creces al que puede tener George Bush juniore, ser más poderoso del plantea. Aquellos artistas tenían una capacidad de comprender su entorno, de calcular su insignificancia en el Universo, de aprehender/aprender lo existente que dejaría patidifuso a cualquier gobernante de estos que ahora manejan el mundo desde Occidente. Para estos, las sombras son como mucho el asunto de una película de Paul Verhoven de infausta aparición en las pantallas no hace dos años. El hombre sin sombra (The hollow man) es el mejor exponente de un mundo que ha perdido el respeto no sólo a la humanidad sino a su propia sombra. Sombra entendida como el rastro espiritual de ese cuerpo que deambula a la deriva por las metrópolis contemporáneas. En la peli de Verhoven, se emplea un asunto bien interesante como la materialidad o no del cuerpo para desarrollar un tostón terrorífico en el que no faltan las dosis correspondientes de sexo light, sin pizca de sentido del humor. Características de las formas de vida en los tiempos actuales, donde las sombras son cada vez más falsas, sombras de luces de neón, tanto como la presunta independencia de sus poseedores. Quizás haya que volver a las aportaciones de John Zerzan sobre el futuro primitivo para encontrar de nuevo las sombras de la luz del sol y del fuego primigenio y sobre todo a las gentes que las animaban. |
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