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Una civilización que se sabe precaria y perfectible necesita siempre nuevos horizontes. Sólo la cultura puede inspirarlos, de ahí que la disociación entre la cultura creativa y las manifestaciones rutinarias de la civilización sea clave para que una sociedad evite que sus aguas se estanquen y se pudran. En una sociedad democrática, el reto es aún mayor. La desobediencia contra el derecho natural, siempre en proceso de reconstitución, y el proyecto de leyes más libres e igualitarias exigen que la cultura brote con independencia de las instituciones y de los centros de decisión económica. Pero también que las instituciones y los centros de decisión económica aparten sus manos de la cultura creativa. Una cultura independiente. Ése es el viejo arte nuevo que debe llegar, y que nosotros apenas si entrevemos. Una cultura al mismo tiempo realista e idealista, racional y romántica. Realista en cuanto que rompe el disfraz de las falsas jerarquías, e idealista en cuanto que imagina un umbral que se puede cruzar; racional porque despliega los recursos de la crítica, y romántica, porque echa a andar sin asegurarse de adónde la llevan sus pasos. Una cultura tan fuerte, que es capaz de agitar una civilización, y tan frágil, que hay que tomarla con los labios. |
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