Llueve sobre los tejados de Malastrana. Gruesas gotas redondas resbalan por las tejas rojas hasta el precipicio de las fachadas, y entonces... el dilema: saltar al vacío hasta estrellarse contra la dureza del de granito o desbordarse en los canalones y dejarse llevar por los raíles de las cañerías hasta el refugio del Moldava. Todas estas casas sin persianas observan la lluvia con sus ojos desnudos y a la vez muestran impúdicamente sus entrañas a los viandantes. Caminar por los adoquines llorosos es recoger en los ecos mojados los pasos de todos los que por aquí caminaron antes bajo otras lluvias pero sobre la misma ciudad húmeda y triste como ese perro vagabundo que se sacude el agua en los soportales de la calle Nerudova.

Caminando hasta la isla Kampa se llega a un desnudo jardín donde guerreros extraviados en el tiempo vestidos en cota de malla se entrenan para los torneos de verano bajo la curiosidad de algunos turísticos paragüas. La noria se desliza girando suevemente sin ruido en las aguas del canal repiqueteado por la lluvia. La naturaleza dormida aguarda el despertar ya no tan lejano del sol de primavera y, mientras tanto, todos: el río, las piedras, los cisnes, las catenarias, los faroles, incluso nosotros habitantes fortuitos y afortunados de esta belleza, nos secamos lentamente la lluvia en el aire frío de este invierno que agoniza.