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Al artista no le gusta decir en público lo que piensa. En contra de lo que se supone el lenguaje del arte tan enrarecido en sus convenciones reniega de una explicación transparente con el pretexto de que el discurso tiene niveles de aceptación para todos los gustos en el mundo del arte. ¿Es sólo un problema de lenguaje? La incapacidad del artista para esbozar un discurso coherente es un recurso que lo defiende de interpretaciones que no se ajusten a su personalidad. Frente a posibles acusaciones por la utilización de una verborrea vacua, el artista se escuda en un lenguaje superior inherente al propio arte que pretende que las cosas hablen por sí solas. Como si en los objetos todo estuviera dicho y explicado definitivamente, las manos del artista convierten este dilema en expresión estética. Pero el arte no justifica nada. Ni siquiera las posibles excepciones. En el mundo del arte existen también artistas que hablan a menudo de lo que hacen y acontece en el entorno. Son los artistas exhibicionistas capaces de opinar de todo con una lucidez inquebrantable. Artistas con un espacio mediático importante. Mas tanto unos como otros, los artistas silentes, incapaces de abrir la boca, y los artistas exhibicionistas, capaces de decir hoy lo que desdecían ayer, caen tarde o temprano en su propia trampa. Donde el arte no tiene que ver con lo que la sociedad siente, negándolo todo en algunos casos o diciendo auténticas tonterías que justifican un modo de interpretar la sociedad. Confundir el arte con la vida puede ser algo fructífero desde el plano de la creación, pero dar lecciones de vida desde el ámbito de la sociedad puede resultar peligroso si a lo que se afirma se le supone un significado que las palabras de por sí no legitiman en un discurso confuso. El artista presupone sus intereses a los de la sociedad cuando cualquier idea, por muy simple que sea, se escuda en la genialidad del artista. Si el artista añade una visión política exagerada a una corriente estética es normal que caiga en el populismo donde se cree que lo que uno hace y piensa es lo mejor para todos. El artista idiotizado por su propia genialidad, el que lo critica todo, en un instante de su vida se alinea con el poder para multiplicar su crédito. Este fascismo doméstico es un mal que aqueja al arte. Las ansias por organizar la sociedad a su antojo y semejanza son respuesta a los caprichos que como hombre inutilizan su honestidad creativa. Está claro que no es un problema de lucidez frente a otras necesidades cotidianas del artista. Cargado de prejuicios obsesivos este discurso nunca responde a las exigencias de que la vida no se convierta por pura definición en arte. El fascismo finalmente que lo confunde todo, hasta la propia inteligencia del artista frente a las posibles interrogantes del mundo. |
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