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A veces a una no le salen las cuentas, y alguien le recuerda suele ser el propietario de la sala de exposiciones- que después de todo esto es un negocio, y que entenderlo como mecenazgo, hobby, diversión o ONG de artistas, es ir por mal camino. Triste nos resulta a todos, galeristas, pintores y demás personajes involucrados en la aventura, pensar que aquello que montamos hace algunos años quizá demasiados: lo que se gana en experiencia se pierde en entusiasmo- cargados de una ilusión que arrastrábamos desde la facultad o remontándonos por encima de nuestras propias frustraciones, vaya a irse al garete. Mal momento para el arte, artículo de lujo cuando pintan oros, no digamos cuando pintan bastos y los periódicos hacen titular de recesiones, inmigrantes alborotadores, decretazos o las cifras del paro. El empresario acostumbra a ser el malo de la película, de todas las películas, pero mientras el artista tiene que luchar contra la paralizadora impotencia de comprobar que su obra no encuentra hueco en el mercado ¡y no es poca lucha!- y quizás parchear como buenamente puede ese día a día que si no fue cauto se jugó a una sola carta, el galerista seguirá pagando el alquiler de la sala, el enorme espacio donde guarda los fondos de galería, los salarios de los recepcionistas y las relaciones públicas, las reparaciones de ese sótano que cuando no es atacado por la humedad se lo come la carcoma, los gastos de promoción y publicidad directa, el maileo a los VIPS, el seguro de los cuadros, las puntuales restauraciones, los catálogos y los montaditos de los vernissages, los stands en las ferias y el crédito con el que sufragó el acondicionamiento de la sala. Por eso, cuando le veo los dientes al lobo, desempolvo los viejos álbumes y busco consuelo en la nostalgia, álbumes que son un diario de abordo en los que hemos ido recogiendo lo mejor y lo peor de cada temporada, y me sorprendo sonriendo ante las fotos de aquella exposición que no nos dio un duro pero nos permitió conocer a artistas que hoy triunfan, y giro página y me doy de bruces con aquel muchacho en el que nadie creyó, salvo nosotros, y hoy expone en Nueva York y Basilea. También guardo retratos de cierto artista alemán que rozaba la locura y alternaba las esculturas totémicas con la escritura de un libro que recogía las hipotéticas conversaciones entre Dalí y Hitler. Y las fotos de tantos y tantos estudios, unos modestos y otros simplemente imposibles, los recortes de prensa, las buenas críticas, las malas, nuestros arrebatos provocadores, el retorno al eclecticismo, también a lo más comercial cuando la necesidad de asegurarnos un mínimo de ventas se nos volvió imperiosa. En lo que nunca caímos fue en el juego que desde las alturas se nos proponía: expón a un pintor mediocre, debidamente apadrinado, y serás recompensado con una generosa aportación de tal o cual consellería, que no duda en invertir en un artista al que juzga joven promesa (y que suele ser sobrino del capitoste de turno) sacudiendo subvenciones a todo aquel que se preste al engaño. Y si no es consellería es delegación de cultura o ayuntamiento. ¡Así sí que puede uno olvidarse de las ventas! Sin embargo optamos por no promocionar a nadie cuya obra no nos gustase o no nos pareciese digna. ¿Nos equivocamos? Tal vez, con el paso del tiempo, la galería de nuestros sueños acabara desdibujándose, y cuando tuvimos que hacer frente a una reparación costosa con un dinero del que no disponíamos pensamos que, al igual que hacían nuestros artistas, debíamos buscar un segundo trabajo con el que tapar los agujeros de un negocio que apenas daba para ir tirando. Y el que no impartió clases de dibujo las dio de grabado o ilustró cuentos infantiles, porque a fin de cuentas galeristas y pintores estamos todos en el mismo saco, y cuando pintan bastos, y pintan, los pintan para todos, para los que aún creen que se pueden hacer un hueco y para los que ya no creemos en nada.
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Fotografías: Daniel Torrelló
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