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Tras la lectura de Las Correcciones, única novela de Jonathan Franzen editada en España, se sabe que es una buena novela por el estado en que se le queda a uno el alma y el estómago: hechos una braga. Al estilo de las películas de dogma, el texto juega a diseccionar la realidad de forma tan nítida que, al final, se distingue perfectamente la verdad de una familia de las ideas (autoengaños) que los distintos miembros tienen de ella; son setecientas páginas de un lento vaivén en un crucero patético y excesivamente largo, la vida, por un océano demasiado conocido, demasiado podrido como para mirarlo de cara, de modo que los personajes se van escapando de sí mismos mientras pueden hasta que los hechos se les ponen delante de las narices como una paloma muerta: el tema es, en efecto, la familia. En este caso, la familia Lambert: un matrimonio mayor, de unos setenta y cinco años, y sus tres hijos, entre los treinta y muchos y los cuarenta y tantos. Las setecientas páginas parecen exageradas a priori, pero a aquellos que les parezcan demasiadas tan sólo cabe pedirles que hagan un pequeño ejercicio: que imaginen que tienen que explicar, con todos los datos relevantes que sea necesario, a su propia familia. A sus padres, a sus hermanos, a la amplia red de relaciones entre cada uno de los miembros y la totalidad, a todos los entresijos y todos los engaños y autoengaños y todas las estrategias de poder y todos los chantajes sentimentales y todos los abusos y todas las presiones y, en definitiva, todas las carencias y los complejos y los afectos (porque también hay afectos, ¿no?) que le han llevado a uno a ser quien es. Y si después del ejercicio considera que podría explicar el motor que movía la vida de todos los miembros de su núcleo familiar, con todas las conexiones entre cada miembro, en menos de setecientas páginas, que luego juzgue al libro como un tochazo infumable. No lo es. Es delirantemente divertido y asustador a la vez. Es patético y doloroso. Es la mejor novela sacada de la mesa de novedades de una librería que el bestiario se ha engullido en los últimos tiempos. De alguna manera, es la Muerte de un Viajante, de Arthur Miller, pero sin el suicidio final, es decir, la prolongación insoportablemente cruel de la mediocridad de la familia media norteamericana del siglo XX. El sinsentido de los valores puritanos, blancos y católicos de la familia del país más poderoso del mundo, justo en el momento en que los hijos de esa familia se enfrentan a su más obvio fracaso, y sus padres, dos viejos emocionalmente egoístas que toda la vida habían estado embutidos dentro de sus disfraces de personas honestas (y siendo relamente personas honestas, pero de esas que Dostoievski decía que no había que fiarse nunca), se niegan a ver cómo realmente son, porque eso significaría preguntarse por la farsa que ha sido su vida. Una farsa (y falsa) moral. Uno de los hijos del matrimonio, Chip, es un escritor malísimo de guiones cinematográficos, que durante toda la novela pretende hacer correcciones a su guión, pero es demasiado tarde porque ya se lo ha entregado a su agente. Esas correcciones se vuelven metáfora de las que sus padres, sus hermanos y él mismo no pueden hacer a sus propias vidas, a su propio pasado. Todos y cada uno de los personajes lleva una vida, vista desde la objetividad del narrador onmisciente, absolutamente delirante y meticulosamente infeliz. Todos son desgraciados crónicos, incapaces para la felicidad. Lo duro de la lectura llega cuando vamos adivinando, en cada una de las exageradas manías y peripecias que los personajes van coleccionando -que los muestran como esperpentos humanos, como maestros de la falsedad- pequeños tics, detalles dolorosos, fotografías que, mira por dónde, nos recuerdan algo, nos hacen abrir álbumes de fotos de nuestra propia memoria. No es que nos recuerden a nuestra propia familia o a nosotros mismos, porque la familia Lambert es una familia cuyo patetismo y cuya infelicidad se dan de un modo muy concreto e irrepetible. Lo que nos recuerdan, en realidad, es el hecho de que hay muchas cosas que necesitamos no mirar cuando pensamos a nuestra propia familia. Nos recuerda que hay algunos deberes que no estamos haciendo. No estamos diciendo a nuestros respectivos, pobrecitos y viejecitos padres quiénes somos realmente. Papá, mamá, yo no soy quien tú crees. Quiero otra cosa que lo que vosotros querríais. El estómago queda algo maltrecho y, sin embargo, se lee de un sólo tirón, e incluso por momentos es muy muy divertida. Se recomienda hacerlo a solas, alejado de casa, en vacaciones o con la seguridad de que los padres de uno no van a llamarle para recordarle que tiene que hacer algún angustioso trámite que ellos no pueden hacer, o que van a venir de vacaciones a casa de uno, o que le piden (en realidad le exigen) que pasen todos juntos las próximas navidades. |
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