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Yo hay días que tengo el cuerpo incorrupto, y otras veces me siento reducido a polvo. Los años no pasan por pasar. Hace no tanto, provocó cierto interés el tema del descubrimiento del cuerpo incorrupto del Papa Juan XXIII, que, por lo visto, 37 años después de su muerte se conserva en buen estado. No me extrañaría que los de Danone se adjudiquen algún mérito. Unos querían creer en un caso de santidad, que buena falta nos hace algún milagro de vez en cuando en este corrupto mundo. Otros, más sagaces, achacaron la buena conservación a las inyecciones de formalina y el recubrimiento de plomo del ataúd. Lo cierto es que, antes de proclamar la santidad de nadie es mejor contar hasta diez, porque esto de la incorruptibilidad de los Papas, lo mismo que su infalibilidad, es tema más bien metafórico y puede llevar a equívocos. La carne es caprichosa, tanto como el alma. El cuerpo de Bonifacio VIII fue hallado en perfecto estado de conservación trescientos años después de su muerte, oh milagro, pero otros doscientos años más tarde ya no quedaban de él más que los huesos. No se puede cantar victoria antes de tiempo, porque el tiempo es el último juez que mide, a ultima hora, eso sí, a todos por igual, al poderoso y al humilde, y lo reduce todo a ceniza. Además, yo dudo mucho que haya habido nunca un solo hombre santo. Mujeres sí, casi todas. Y más teniendo en cuenta que todos los pecados son veniales excepto el de gobernar (dirigir al hombre en rebaño hacia inventados ideales, sangrientas patrias e increíbles creencias). Cuando ellas gobiernen el mundo, gobiernen los gobiernos del mundo, entonces serán responsables de la maldad y candidatas a los infiernos. Entretanto, las imagino como únicas habitantes del reino de los cielos. El problema de los cuerpos incorruptos es que huelen a formol y a humo de velas y a pretérito. Están ahí como testigos extemporáneos, mudos y muy quietos, de una época pasada, que no se corresponde con nuestra forma vertiginosa de medir y entender el tiempo. Nosotros hemos inventado todo un mundo de usar y tirar, pañuelos, sentimientos, conciencias, esperanzas. No queremos nada de larga duración, ni siquiera los cadáveres. Nada que nos recuerde con persistencia nuestra inevitable condición humana. Nada que nos perviva. Incluso los libros, el arte, la música, los hemos convertido en productos de temporada, en género de consumo a granel en estanterías de grandes almacenes. No queremos nada que nos haga pensar, pues el pensamiento y la felicidad están reñidos la mayoría de las veces. Pensar exige detenerse un instante y aquí el que se para es atropellado por la multitud. La verdad es que la polémica sobre el cuerpo incorrupto de Juan XXIII me tiene sin cuidado, ni lo que opinen los forenses y cardenales. La pregunta es: ¿para qué sirve un cuerpo incorrupto, si polvo somos y en polvo nos convertiremos...? |
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