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(Reseña de El Señor Theodor Mundstock, de Ladislav Fuks. Artia, Praga, 1965) Para Eva T. Kmínková,en prueba de gratitud. En Sigue la tormenta, drama de Enzo Cormann, el actor vienés Theo Steiner se retrotrae 50 años atrás para evocar su traumática liberación del ghetto de Terezin a cambio de la ejecución de sus padres, desde el resentimiento contra la complicidad o la pasividad de la sociedad bien pensante de Europa occidental en la postguerra. Y precisamente entre los años 1941 y 42 se sitúa la acción de El Señor Theodor Mundstock (1963) , un judío checo que vive la cuenta atrás de la citación para el traslado inminente al guetto de Terezin mientras asiste a la despedida de amigos y conocidos, como la familia Stein, a la que trata de reconfortar con la ilusión de la mentira piadosa y el ilusionismo de las cartas -en cartomancia y correspondencia epistolar al mismo tiempo-, convertido en el ángel tutelar de su hijo menor, Simón. El escritor checo Ladislav Fuks (1923) aborda desde una perspectiva original y única, en esta primera novela que da comienzo a una larga y fecunda, tragicómica obra, los barruntos de la tormenta de niebla y humo -Podrían incluso acusarlo de sabotaje en esa obscuridad y neblina, pág. 41-, la anticipación del tormento de los campos de exterminio adoptando la perspectiva de un hombre atormentado que, sacando fuerzas de flaqueza, toma conciencia un buen día de poder ser el profeta y mesías salvador de su pueblo y acepta el camino -de perfección- del calvario como una prueba de bondad que lo fortalezca moralmente, anticipándose por empatía al sufrimiento que le aguarda, y reducido finalmente a ángel guardián del muchacho, de quien lo apartará una ironía del destino a las puertas del purgatorio de Terezin. En el panorama de una literatura checa que ha narrado de mil maneras distintas las consecuencias de la entrega por las potencias occidentales del Protectorado de Bohemia y Moravia al III Reich y su ocupación por parte de las tropas alemanas -agravada por las represalias del estado de emergencia tras el magnicidio del cruel Reinhard Heydrich-, el guetto judío -con el consecuente antagonismo entre nazis y askenazis- y la solución final tras la ficción de la ciudad de los artistas de Terezin -El Führer regala una ciudad a los judíos, película del arte al servicio del terror-, Fuks se sirve de un hombre indolente y pusilánime, tanto en su vida laboral -será despedido de su puesto de contable sin la más mínima queja-, como sentimental -soltero tras un noviazgo interminable con la también judía Ruth Kraus-, para dar, ante la fatalidad inexorable, una muestra de la capacidad de entrega y abnegación del ser humilde que se mueve entre el consuelo imaginario -la verdad llora en un rincón, pág. 66- y las fantasías de evasión -y nunca mejor dicho- del viejo Haus -coronadas por su fuga final: -El Espíritu se lo llevó y ahora es inmortal, p.188-, aceptando su papel en el destino sin oponer la menor resistencia y a diferencia de Steiner y Knapp, los dos jóvenes judíos que huyeron a Eslovaquia a juntarse con los rebeldes, pág. 205- y entregado al ejercicio en un método que le permitiera curarse en salud, poniéndose en situación, viviendo de antemano la experiencia de la deportación -Era una maleta que fue de calidad superior, viajaba con ella por Eslovaquia, pág. 133-, participando del pathos trágico del oficio de difuntos de la experiencia de muerte en vida por persona interpuesta, con el consiguiente efecto catártico y liberador del temor humano al dolor y, en definitiva, a lo desconocido. Y ello desde un punto de vista en que Theo -visto por la omnisciencia divina del narrador: y no en balde Theodor es el que ama a Dios o es amado por él; o por nombrar su equivalente, el Bohumil checo- se desdobla desde el momento en que se escinde su conciencia materializada en una mala sombra -De la lluvia y de las lágrimas se alza a sus pies una sombra. Su nombre es Mon. No lo puede llamar de otra manera, pág. 87-, reduplicándose en la acción de dos tiempos superpuestos -como en el cap. VI-, deslizándose hacia el tiempo subjetivo en una percepción que lo acerca al delirio psicótico mediante recurrencias de estilo asociativo que darán fe de una obsesividad reiterativa, con desviación hacia un detallismo que desorienta el punto de fuga y una acumulación de paralelismos semánticos que van conformando monólogos narrados por la voz de la omnisciencia, en estilo indirecto libre o puros soliloquios de un yo que observa la realidad en cámara subjetiva -cinematográfico ojo privado-, que distorsiona la realidad con la estilística propia del expresionismo. Protagonista de una peripecia tierna y patética, estigmatizado con el signo judío -frente a qué hecho tan terrible se encontraba ese señor con un abrigo negro muy usado, con una estrella amarilla de seis puntas y con un carrito y una escoba; que el día de hoy significaba para él ser o no ser-, Theodor Mundstock arrastra su mala estrella, de la cómica tentativa fallida de suicidio-Se acordó del rabino.¿El señor Mundstock profeta y mesías y querer arrebatarse la vida?- a la violencia buscada deliberadamente -y él sintió cómo sobre su cara enflaquecida le caía la tremenda palma de la mano del loco haciéndole ver las estrellas-, o la futilidad del método,consciente de no ser sino polvo de estrellas-Esta nación se compara con el polvo y se compara con las estrellas- y de que, igual que el señor Haus, todos nosotros vivíamos en una estrella, mundo al que se eleva en una poética ascención -¡Algo color de rosa vuela...!-, propia de la visión naïf de un Marc Chagall -Flota con la maleta, va contando los pasos propios, tiene la estrella, sólo le faltan las alas y se elevaría sobre la calle, págs. 220-1-, antes de precipitarse al vacío -como si cierta estrella íntimamente arraigada en él, cayera hacia algo muy profundo-, liberado al fin de su sombra -no necesita tampoco llamar a su sombra-, arrollado bajo una gigantesca rueda de un camión de carga alemán -¿y no murió, por cierto, el poeta checo Jirí Orten en otro sarcasmo más del destino atropellado por una ambulancia nazi?-, en un desenlace que desvía el camino de la ascesis hacia el caos llevándolo a conjurar nuevamente el nombre de su sombra -su último grito es: ¡Mon, Mon!...; ... Y también por una especie de mala sombra. ¡Mon!-, aféresis del nombre de su discípulo Simón, invocado en un significativo guiño casual -¿causal?- del Destino. Degradado a basurero -¡y qué motivo tan recurrente éste de la depuración de los desperdicios en la purga de escritores checos , desde Hrabal a Klíma por ejemplo-, el protagonista participa del deseo ascencional de las fuerzas del Bien y sucumbe, en kunderiana paradoja terminal, al ras del suelo, en un relato cuya simbología se reviste de carácter grotesco recordándole al lector, caída tras recaída, la imposible viabilidad de la épica en la sociedad contemporánea occidental, desde una dualidad paloma/gallina -y su accidentado enterramiento- o la cuerda de su antigua empresa -Lowy y Rezmovich, Cáñamo, cuerdas y fibras- como improvisada horca en una intentona frustrada de suicidio, a la obsesión por la numerología, entre la Cábala y la superstición, y tan alejado del espiritista Haus como de los bolcheviques Cízek. Si, como decíamos alcomienzo, Sigue la tormenta dramatiza la supervivencia no menos atormentada de un judío de Terezin, El señor Theodor Mundstock trae un testimonio narrativo de las vísperas del Holocausto, del nacimiento del ruido y la furia del huracán que zarandearán el buen corazón de un buen hombre de a pie a quien se le ahorra, tras haber participado en el simulacro de su pasión y muerte, el sacrificio del exterminio a las puertas de Terezin -¡y a cuánto viajero occidental, o turista accidental, se le ha dado luego con la puerta de Auschwitz en las narices-, marcando un antes y un después en torno a esa ciudad de los judíos, la Jerusalén teatral de atrezzo y opereta, paraíso artificial que oculta el anticipo de lo inefable a un Theodor Mundstock cuya actitud de entrega y aceptación de las circunstancias, si bien lo purifica de la angustia existencial ante el Fascismo, desde la sumisión a la barbarie, evidencia la crisis del Humanismo mediante el ridículo de la relativización ingeniosa de la realidad personal y el absurdo del escapismo social que conforma el estilo grotesco, resulta edificante para un lector occidental laico cuya misión es, en estos tiempos del resistible ascenso de totalitarismos etnicistas varios, forzar a su regresión embrionaria al huevo de la serpiente antes de que sea demasiado tarde, y anticiparse a desenmarcarar la ficción de las jaulas doradas denunciando cualquier estrategia des/encubierta del exterminio de la disidencia a manos de la citada bicha. Pero esto es otra historia. |
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