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Los locos de Praga viven en Bohnice, de la mano de un dios que les cortó las alas. En esa divina colina sonríen y lloran, y reciben pastillas o electroshocks. Los más afortunados tal vez salgan de paseo y lleguen hasta el Moldava para acariciar sus oscuras aguas desde las riberas nevadas. En el silencio de la nieve algunos se frotan las manos y miran tras las rejas con las pupilas dilatadas. Los locos de Praga han celebrado la navidad, dejando atrás las carpas en las mesas de la nochebuena generosa y algún regalo misericordioso que olvidó Jezizek bajo un abeto. Tal vez incluso les hayan dejado mirar al cielo en la noche de San Silvestre para recibir el año nuevo con pirotecnias de colores y alguien les haya cantado hermosos y tristes villancicos. El resto de Praga, mientras tanto, hiberna tras la vorágine navideña. En Vaclavské Námestí aún huele a pólvora y a azufre y en el cielo pragués casi se dejan ver las cicatrices de tantas explosiones pirotécnicas. Aquí no importan las campanadas, a nadie le dan las uvas, ni se esperan monarcas orientales cargados de presentes a jorobas de dromedarios infatigables, excepto algún lunático empedernido en sus enajenados delirios. Pero hay momentos de ternura entre los asientos de un autobús abarrotado, miradas profundas y mudas que descubren amores escandalosos, pasos solitarios que reverberan en el hielo de madrugada, una sandalia desamparada en una isleta de Nabrezi Kapitana Jarose que espera al tranvía nocturno. Alguien se dedica a rescatar cisnes prisioneros del hielo y a alimentar extraviadas cigüeñas que olvidaron retornar al continente africano. Es posible que los locos de Praga, los chiflados, los orates, los dementes, los chalados, esquizofrénicos o paranóicos, estén por todas partes y no sólo en Bohnice. |
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