El poeta no oye su voz cuando recita. Escucha su nervio palpitar en el corazón, el sudor de las manos resbalando por la garganta, su cabeza a gritos pidiendo silencio. El poeta lee con vocación de susurro y su voz sorprende al lector acostumbrado al gesto exagerado. Se esperaba una cosa y es otra. A la voz tranquila llama la lectura, a la interior el poema, al silencio la poesía. Luego todo parece que no tiene importancia. El poeta se levanta y se marcha sin saludar a nadie. El poeta siente que sus palabras no han tenido eco. Recuerda la sala negra, una luz tenue, un micrófono perdido en el viento. Con sus manos libres un rostro herido en el anonimato que escucha por primera vez ese poema que fue suyo, quizá por última vez ese poema que ahora es de otro. Los poetas prueban sus poemas inéditos cuando algo en el interior se rompe y se ilumina con esa luz que parecía de noche. Pero a menudo esas palabras no convencen y ese poema desaparece. Quien no escucha a su voz se ahoga, piensa quien no reconoce a su voz cuando algo se pierde. Quien escucha a su voz descubre la realidad con un paso al frente, quien no sabe por dónde anda. El poeta no está solo, pero tardará tiempo en encontrarse.