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Estas semanas hay en las cartel varias películas que proceden de textos literarios. Dos reposiciones: Lolita, de Kubrik, y Apocalypse Now, de Coppola. También podemos ver el Quijote de Gutiérrez Aragón. Mezclar novela y cine siempre ha sido una aventura arriesgada, pero creemos que la literatura se ha sabido beneficiar mejor del cine que éste de aquella. Hace mucho que el cine cambió radicalmente la manera de hacer novelas. El conocimiento compartido, por parte del lector y del escritor, de las convenciones cinematográficas ha sido utilizado con gran talento y precisión por los novelistas del siglo XX para generar imágenes de una poeticidad y una rentabilidad simbólica insospechadas: sólo hay que leer cualquier texto de William Faulkner para darse cuenta. Un ejemplo es Expiación, la última novela de Ian McEwan, que no es sino un perfecto guión cinematográfico de cuatrocientas páginas, al que no le sobra ni una sola frase porque las imágenes se suceden ante el espectador-lector de un modo tan drásticamente coherente, tan unidas en secuencias, y las secuencias tan bien cosidas, con la información tan calculadamente dosificada, que es imposible dejar de leerla de un tirón hasta el final. Sin el sentido de economía del metraje que el cine le ha dado a nuestra imaginación colectiva, esto no sería posible. En la tradición literaria en español, esta influencia está claramente desde el principio en Valle Inclán, que genera imágenes imposibles de poner en escena en un teatro, plenamente simbólicas: necesitarían efectos especiales. Si no los necesitan es porque los lectores tenemos una factoría de efectos visuales en el cerebro, más barata y mejor que las de Spielblerg y Lucas. Sin embargo, no nos parece muy claro que el cine haya sabido, en general, aprovechar el caudal de buenas historias que la literatura ofrece para convertirlas en buenos guiones. Por cada película que se convierte en una buena versión (es decir, una versión viva, distinta, que aporta cosas, que interpreta el texto ofreciendo algo nuevo, un matiz, una relectura desde su tiempo) hay decenas de versiones que no merecen el presupuesto que se gastan. La versión que Coppola hace de El Corazón de las Tinieblas, de Conrad, el el ejemplo de qué debe hacer un director de cine con un texto literario: pasarlo por el cedazo de su propia alma. Devolverle al espectador unas imágenes en las que él se encuentre y pueda volver a repensar sus propios valores, su manera de vivir. El cine es acción, no palabra. No hay que contar: hay que mostrar. Pero no solo es eso: hay que mostrar un espíritu evitando las palabras que le dieron vida, y, si es posible, mostrar cómo ese espíritu tiene la fuerza de lo clásico, es decir, puede reinventarse y volver a explicarse a partir de cualquier experiencia humana. Da igual que hablemos de los ingleses colonizadores de África, de los yankees y el Vietnam o de los fascistas en España: el corazón de las tinieblas habita en todas partes, y por eso el texto de Conrad acepta una adaptación abrumadora como la de Coppola. Otro ejemplo magnífico es El Espíritu de la Colmena, película legendaria donde Víctor Erice utiliza el espíritu de Frankenstein para dar una lectura poética de la historia de la España del siglo XX. Pero este tipo de adaptación genial es muy escasa. La mayoría de directores se agarran al texto cuando no tienen la suficiente creatividad, y convierten la película en una serie de escenas sobrantes tras la cual una voz en off va cortando el tiempo con explicaciones o simples citas de la novela. Plata Quemada, una película basada en una novela de Ricardo Piglia, empieza con esa voz en off explicando el planteamiento de la historia con las mismas palabras con las que comienza la novela. Esto es escandalosamente cutre: hay que mostrar, no contar. Es cine. Queremos ver lo que pasa, no que nos lean un texto como si fuéramos ciegos y no pudiéramos leerlao por nosotros mismos. Otra adaptación chirriante es el Quijote de Gutiérrez Aragón. No porque explique en lugar de mostrar, sino porque simplemente intenta calcar el original de Cervantes sin añadir un sólo matiz nuevo a la historia. Totalmente impersonal, totalmente plana. Uno sale del cine algo extrañado, porque los actores son todos excelentes y el guión lo suficientemente correcto como para ser el resumen de una novela pensada para entretener al lector durante meses de peripecias, de idas y venidas de los personajes. Y sin embargo, no pasa nada. No te mueve ni una fibra. Si Cervantes estuviera vivo hoy, querría ver un Quijote de hoy. Están por todas partes. Mudos. De hecho, el Quijote contemporáneo es aquel al que no le dejan ser Quijote. En un mundo en el que tener conciencia social es suficiente razón para que se te rían a la cara, sólo existen los aplastados abortos de Quijote. Jamás podrán salir a desfacer entuertos. Pero existen. Sólo hay que escarbar un poco para desenterrarlos y sacarlos del pozo, darles vida. No es tan difícil. El verdadero Quijote es el que ha hecho Fernando León en Los Lunes al Sol. Un Quijote que no sale a recorrer el mundo, un Quijote de bar. Santa es la perfecta síntesis de Sancho y su amo. Altanero, rudo, iletrado, lúcido, borracho, digno, orgulloso, cachondo, melancólico, furioso: un verdadero personaje literario. |
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