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¿Puede un personaje sobrevivir a sí mismo durante cuarenta años sin perder una pizca de su cinismo o frescura? Algunos dirán que no, pero en el caso de 007, el agente británico con licencia para matar, habría que plantearse la cuestión. Sin duda la presencia de Pierce Brosnan ha dado al personaje un atractivo que había perdido en los últimos años y le ha permitido recuperar el protagonismo con respecto a otras cintas de acción. ¿Es Muere otro día, la vigésima película del agente con licencia para m-atar, otra vuelta de turca más sobre lo mismo? Seguramente sí, y quizás en eso radique su atractivo: en saber que los acontecimientos se repetirán pero tras una degustación en la que todos los ingredientes se han colocado en ord-en perfecto para resaltar la exquisitez del plato. Ha cambiado la ornamentación del banquete, visualmente más apetitoso de acuerdo con las nuevas y modernas especias que buscan excitar los sentidos. Pero al final, el sabor es el mismo, con un regusto a plato conocido, ya clásico. El personaje de James Bond nació de la mente del escritor Ian Flemming, un corresponsal de la agencia Reuter y espía durante la Segunda Guerra Mundial, que consiguió que sus catorce novelas sobre el personaje escritas desde su retiro en la mansión Goldeneye de Jamaica se convirtieran en un éxito de taquilla en todo el mundo. Lejos queda ya la clase interpretativa de un joven Sean Connery (para la mayoría el mejor James Bond). Muchos de los espectadores actuales ni siquiera recordarán sus andanzas contra Spectra o el Dr. No. A lo sumo habrán visto sus arrugas en la última incursión como agente 007 (aquella Nunca digas nunca jamás, en recuerdo de su promesa de no volver a encarnar al espía). Tampoco habrán oído hablar en la vida de George Lazenby (de aparición tan fugaz como su carrera al servicio de su majestad). Ni habrán visto aquella parodia (Casino Royale) en la que David Niven caricaturizaba al agente para dar protagonismo a otro actor acostumbrado a encarnar a detectives (Peter Sellers, a quien todos reconocíamos como inspector Clouseau incluso cuando no hacía de tal). Quizás les suene remotamente el gesto acartonado de un Roger Moore que parecía no creerse su papel de espía seductor (pese a que le dio al personaje el todo distendido necesario para que nosotros sí nos creyésemos sus hazañas). O el rostro sombrío de un Timothy Dalton más vengador que agente (del que no nos creíamos nada). La mayor parte de espectadores sólo tienen como referencia a este Bond-Brosnan y quizás por eso no reconocen en las películas los ritmos que las han hecho tradicionales. Pero en estos años Bond apenas ha cambiado: se habrá acostado con medio centenar de mujeres, flirteado otras tantas con Moneypenny, la eficaz secretaria del MI-5, acatado órdenes de M, su superior, que sigue contando con él como su mejor agente, y tomado el pelo a Q, proveedor de algunos de los mejores e inútiles gadgets y también de todo lo necesario para que Bond siempre salga ileso en sus aventuras. En todo este proceso se ha tenido que enfrentar a villanos con ansias de dominar un mundo que se quedaba pequeño, se llamen Goldfinger o Hugo Drax. Y siempre bajo un esquema argumental simple y repetido hasta la saciedad. ¿Cuántas veces habrá pedido su martini seco agitado, no revuelto? El personaje se ha mantenido intacto. Lo único que ha variado ha sido el envoltorio. De ahí que tras cuarenta años y veinte películas Bond siga siendo James Bond. |
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